Oyentes de la Palabra

Oyentes de la Palabra

LA PALABRA DE DIOS EN EL CUARTO DOMINGO DE CUARESMA

“Aprender a ser hijos de un padre que ama más allá de lo que cada uno es capaz, abre la posibilidad de una fraternidad auténtica. Vivir esa fraternidad real se concreta en los gestos de misericordia: dar de comer, visitar, vestir, acoger, perdonar, escuchar, orar…”

Josué 5, 9a. 10-12; Salmo 33, 2-3. 4-5. 6-7; 2Corintios 5, 17-21 y Lucas 15, 1-3. 11-32.

Adentrándonos en la Palabra

Los textos de este domingo 4° de Cuaresma nos ayudan a dar un paso más en el camino de preparación que venimos haciendo junto a la propuesta que hace unos años nos invitó el Papa Francisco sobre las prácticas de Misericordia.

La narración de Josué nos marca, en medio del camino cuaresmal, una celebración anticipada de la Pascua. El pueblo ya había transitado 40 años por el desierto, y el camino, en busca de su liberación, acaba de terminar; el “paso” del río Jordán señala la entrada a la tierra prometida, y la necesidad de cambiar de vida: ya no es un pueblo que vive bajo la opresión, sino que es una comunidad que recibe en herencia de su Padre una tierra ¡qué tiene sus propios frutos! ¿Cuál es el signo de que estamos liberados?

El pueblo dejará de comer el maná, imagen de un tiempo de “transito”, una etapa de crecimiento, de cambio y de conversión. El maná era un alimento “dado” por el Señor, porque el pueblo no podía cultivar y conseguir su comida, todavía necesitaba liberarse de todo aquello que lo oprimía de su pasado, debía crecer, hacerse adulto, ser “capaz” de una tierra, cultivarla, cuidarla, “conquistarla”… todo esto es posible cuando se vive un tiempo de desapego, de conversión, de camino. Pero este proceso no es vivido por el pueblo como un tiempo en el cual debe solo confiar en sus propias fuerzas, sino que la presencia del Señor es fundamental para que esto ocurra; es por eso que lo primero que hace la comunidad liberada que llega a la tierra prometida, es celebrar la Pascua. Le da gracias a su Dios porque lo ha conducido a su salvación, ante la cual debe comenzar a dar “frutos buenos” con lo que ahora es.

Todo proceso de cambio en la Biblia pasa por una etapa de la reconciliación con el Señor. El texto de la II carta a los Corintios presenta el camino de esta reconciliación: Dios hizo primero el proceso con su Hijo, “nos reconcilió en Él”, para que todos nosotros sintiéramos que el perdón entre hermanos es posible. Pero, así como en el texto de Josué, la entrada a la tierra prometida pone al pueblo en una calidad de hijo que se tiene que hacer cargo de sus responsabilidades y debe cultivar la tierra, la comunidad de Corinto está invitada, al igual que nosotros, a ser signos de esa reconciliación frente a todos.

Esta reconciliación llega al momento culmine en la parábola del “Padre Misericordioso”; un padre tenía dos hijos… comienza el relato, y los dos viven situaciones diferentes y a la vez nos indican un mismo camino: “aprender a ser hijos de un padre que ama más allá de lo que cada uno es capaz, abre la posibilidad de una fraternidad auténtica.” Los dos, en alguna medida, dejan de ser “hijos”, se pierden, uno malgastándose en todo, el otro, achicando su corazón al extremo de no poder ver más allá de “sus reglas”.

Los dos extremos, marcados gráficamente en el afuera y el adentro: “tierra lejana” y “permanecer en la casa junto al padre”, nos indican que estamos llamados a mirar y vivenciar, en nuestra propia vida, esa misericordia que tiene nuestro Padre, restituyéndonos lo que cada uno es a través de una mirada compasiva, más allá de que ya no nos quede nada en nuestro haber, como le sucede al hijo menor, o animarnos a que nuestro corazón tenga que comenzar a mirar con unos ojos más comprensivos a los otros, como le pasa al mayor. Sólo así podremos vivir una fraternidad real que se concreta con los gestos de misericordia, tanto corporales como espirituales, que el Papa Francisco nos pedía: dar de comer, visitar, vestir, acoger, perdonar, escuchar, orar…

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